Lic. Marisa Molico Luorido
*Trabajo presentado en la 2º Jornada del Equipo de
Niños del Hospital Álvarez: “La Infancia en los Márgenes” (2013).
“Tenía
dieciseis años. No tenía nada, ni bienes materiales, ni bienestar espiritual.
No tenía amiga, ni amor, ni había vivido nada. No tenía idea de nada, no estaba
segura de tener alma. Mi único patrimonio era mi cuerpo. A los dieciseis años,
desnudarse es un acto de una inusitada violencia (…) Dieciseis años de soledad,
de odio a uno mismo, de miedos no formulados, de deseos nunca alcanzados, de
dolores inútiles, de enfados que no conducen a nada y de energía por explotar
estaban contenidos en aquel cuerpo” (Amélie Nothomb, Antichrista)
En este trabajo quisiera realizar un breve recorrido por las actuales lecturas sobre la denominada violencia adolescente, para luego ubicar qué
respuesta e intervención ofrece el psicoanálisis a dicha problemática.
En el último tiempo registramos una proliferación de discursos que
sostienen la existencia de un nuevo adolescente caracterizado por ser violento.
Estos discursos suelen arribar a dos grandes propuestas de tratamiento: la
medicalización o la judicialización. En el campo del psicoanálisis sabemos que
la violencia es estructural,
inherente al sujeto; se trata de una manifestación de la pulsión de muerte,
presente desde el origen de la vida. Lacan sitúa en su conceptualización del
estadio del espejo el origen de la violencia en la relación imaginaria y
agresiva en la que el yo -en tensión especular con la imagen del semejante- se
forma. Sin embargo, entiendo que tal universalidad
no puede implicar un punto de llegada y final en nuestro análisis de esta
problemática actual. Por eso quisiera proponer un recorrido que implique poder
ubicar estas manifestaciones de la violencia en los adolescentes como un efecto de la
segregación, de la dificultad del adulto de sostener un
lazo social que pueda alojarlos. Cotidianamente los medios de comunicación muestran escenas que hablan de
jóvenes violentos y no siempre se introduce en la escena a los adultos. Esto es
significativo porque la relación con los adultos es una cuestión clave y
fundamental para pensar cualquier escena sobre los adolescentes: resulta
imposible abordar estas cuestiones de la adolescencia sin pensar el lugar del
adulto allí. Y esto porque no
se es sujeto sin un lugar en el Otro, un Otro que suponga algún sujeto. Eric
Laurent plantea que no existe niño sin institución, y que en la actualidad las
instituciones hacen de suplencia a algún aspecto de las funciones –más o menos
fallidas- de la familia. Por eso cada vez los analistas de niños y adolescentes
trabajamos con la familia en sentido ampliado, con la escuela, con hogares, con
otros profesionales de la salud, con instituciones judiciales, etc.
La escena de la infancia y de la
adolescencia depende de un Otro, de un Otro que participa de algún modo de la
tarea que toca al niño y al adolescente: aprender a dominar sus pulsiones. Es
lo que Freud señala en la Conferencia 34: “Comprendimos que la dificultad de la
infancia reside en que el niño debe apropiarse en breve lapso de los resultados
de un desarrollo cultural que se extendió a la largo de milenios: el dominio
sobre las pulsiones y la adaptación social” (pág. 136). También Lacan da cuenta
de este anudamiento infancia-pulsión en el Seminario XI: “No es preciso
adentrarse mucho en un análisis de adulto, basta haber analizado niños para
conocer ese elemento que confiere peso clínico a cada uno de los casos con que
tratamos. Ese elemento es la pulsión” (pág. 169). ¿Cómo se las arregla el niño
y el adolescente para domeñar la pulsión?, ¿qué relación tiene esto con la
violencia?
La
violencia es la pura pulsión y los adolescentes por sí solos no pueden
renunciar a ese goce. El adulto es el encargado de ayudar a los jóvenes a
encontrar salidas no violentas, ayudarlos a que aprendan a dominar sus
pulsiones. En
“Tótem y Tabú” Freud señala que esta renuncia del ejercicio de la violencia es
condición de ingreso a la cultura y ubica al Superyó como el herederero de la
renuncia a la satisfacción pulsional. Se trata de una transformación necesaria sobre
la pulsión, una limitación de la pulsión, para poder sostener un lazo social. Cuando decimos que hoy hay una desautorización
de la autoridad, que la figura del padre fue trastocada, lo que decimos también
es que hay una dificultad del adulto en ayudar al adolescente a construir ese
límite a la pura pulsión, a armar esa salida.
Es conocida la sentencia lacaniana
de que sólo
el amor hace condescender el goce al deseo.
En la teoría psicoanalítica conocemos una primera versión del padre en tanto aquel que prohíbe
al hijo el objeto de su deseo. Es la versión del Edipo, la del padre que
transmite la ley. Pero la mera sanción burocrática no
articula nada del deseo o del amor. En el Seminario 22 Lacan presenta otra versión del
padre: aquel que puede transmitir a sus hijos cómo arreglárselas con un goce
que no es enteramente fálico; un padre que transmite su propia solución.
Entonces, se trata de lo que un padre puede transmitir a un hijo y que no es
una prohibición. Se articula, así, el amor a la función paterna. Eric Laurent
plantea en El niño, objeto a liberado
que la función del Nombre del Padre “es una función del tipo poner un freno al
goce. Pero no es una función que se desprende simplemente de la prohibición.
Poner un freno al goce es también poder abrir al sujeto una vía que no sea la
de un empuje a gozar mortal, autorizar una relación confiable con el goce”.
Frente a la violencia como respuesta
a la segregación, a la exclusión, el psicoanálisis se ofrece como un discurso
que puede (re)alojar a estos adolescentes. Javier Aramburu en El malestar contemporáneo señala que la
segregación, a diferencia del malestar, es lo que no tiene inscripción en el
orden simbólico, no tiene reconocimiento en el mundo simbólico del Otro. Es lo
que ha rechazado el discurso de la época. En esta misma línea Eric Laurent
planteaba en el 2008, en una entrevista que le realizaran para el diario La Nación, que
“los chicos pueden sentirse abandonados a sí mismos y a su propia violencia.
Hay algo vinculado a la condición humana en esta violencia (…) Hay que
encontrar nuevos modelos que ayuden a la juventud a atravesar la adolescencia.
La culpa es nuestra, no de los niños. No hemos sabido inventar los rituales
apropiados que puedan ayudar a un joven violento a encontrar salidas que no
sean autodestructivas o destructivas para los demás”.
Decíamos
que no existe sujeto sin Otro, que es necesario que el sujeto esté alojado en
un discurso, en un lazo social. Si la renuncia
a la violencia es condición para el ingreso a la cultura, la actual violencia adolescente puede leerse como una respuesta a quedar segregados, por fuera incluso del margen. Las problemáticas actuales en torno a la
violencia adolescente acentúan los diferentes grados de exclusión de la
subjetividad y requieren por lo tanto de intervenciones destinadas a
realojarlas. El discurso psicoanalítico se presenta como una salida, un intento
de realojarlos en un lazo, en tanto le ofrece una ley de otro orden: una ley
que es un instrumento para organizar y pacificar las exigencias caóticas con
satisfacciones perentorias y contradictorias entre sí, las que el sujeto
necesita organizar y pacificar para lograr satisfacciones más viables y
soportables. La praxis analítica implica entonces una alternativa distinta en tanto puede alojarlos en esa articulación de la prohibición y la
autorización vía el amor que su discurso propone.